Acaeció en una lóbrega calle.
El afligido guiñapo tropezaba con su sombra. Respiraba hondo, pero esto no sosegaba su incansable sed, o su intenso deseo por caer.
Se aproximó con incertidumbre hasta la morada, la gente lo observaba y ni siquiera lastima despertaba.
Fisgoneó a través de la ventana, el masoquismo pudo más que la desesperación. Allí estaba ella, gesto maduro, inmutable mirada. Los infantes y el eco de su alegría; el patriarca arbitrariamente disfrutaba.
Acaeció en una lóbrega calle. Nadaba en un hediondo charco, porque ni siquiera la muerte le tendió la mano.
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